sábado, 2 de mayo de 2009

Próximo destino, Icaria.

Allí estaba él, con la mirada fija en el horizonte, con las alas abiertas tras de sí, permitiéndole surcar los cielos como nunca antes lo había hecho. Por fin dejaba atrás una vida que nunca sintió suya y pronto todo comenzaría a cobrar sentido.

Ícaro se acercaba más y más a sus sueños con todo lo necesario para iniciar aquel fantástico viaje: Aquellas alas tan perfectas, último regalo de su padre, que vinieron acompañadas de los consejos que se dan a quien alza el vuelo por vez primera; Con fuerza, con la fuerza propia de cualquier joven que se sabe poseedor de un futuro prometedor; Con ilusión, e incluso ilusa confianza en sí mismo; Todo estaba de su lado, más la aventura tendría trágico final

El paraíso casi al alcance de la mano, y bajo sus pies, el mar, inmenso y amenazante, grandioso portento de la naturaleza, imposible de no temer. Vuela rápido, sobre las aguas, y huyendo de no caer en éstas, pensando sólo en alcanzar la utopía, Ícaro se acerca en demasía al Capitán Redondo, quien no pasará por alto su osadía, y decide quemar las alas al intrépido, firmando así su sentencia de muerte con pulso firme y tranquilo.

Lenta es la caída del muchacho, quien alza la vista, para despedirse de su padre, antes de perecer, las ilusiones derretidas por el Sol, besan su frente por vez postrera, a la velocidad en que tarda un cuerpo en caer de las alturas.






Como Ícaro, me dispongo a emprender un viaje, llevo todo lo necesario, simplemente trataré de no acercarme al Sol más de lo necesario, no sea que trate de quemar mis ilusiones...



A Miga de Pan, porque sus alas no se han derretido aún.